Hacía poco tiempo que yo había egresado de la carrera y había logrado empezar a dar clases en la universidad, los 2 primeros años me fueron muy difíciles; por una parte los alumnos me veían como una compañera más a la que no le tenían el mismo respeto que a mis colegas que me doblaban la edad…”ella qué puede saber, la maestra anterior la señora que es casada y tiene hijos sí sabía”. Frente a ellos yo me veía como si fuera un espejo, no los quería sermonear ni presionar para que estudiaran.
Por otro lado estaban mis propias inseguridades, me preguntaba qué pasaría si explicaba mal, si mis temáticas de clase eran las adecuadas, si realmente tenía el conocimiento suficiente, me daba un temor infinito pensar en el resultado si alguien sin capacidad acreditaba mis asignaturas –la carrera- y ese alguien terminaría de funcionario publico y decidiría y hablaría por la sociedad, me enervaba cuando mis compañeros llegaban tarde a su clase o simplemente faltaban…qué falta de respeto a los alumnos, me hastiaba que de la administración retiraran a los alumnos por no pagar una colegiatura…cómo podían truncar su conocimiento, cómo podían hacerlos sentir como una mercancía. No podía ver a mis colegas como compañeros, a los administrativos como administradores –una de sus funciones era cobrar las colegiatura de las cuales salía mi suelo-, pero todos para mí, desde maestras, maestros, director, secretarias, todos sin excepción alguna eran ejemplos y seres casi mágicos que tenían el conocimiento absoluto de los alumnos, la academia, la teoría…y algunos hasta de la vida, así que no me sentía ni alumna y tampoco maestra.
Un día, cuando me dieron mi nuevo horario de clases me dijeron que uno de mis grupos estaba conformado en su totalidad por policías, pero por policías que tenían ya un alto rango en su corporación. Así las clases empezaron, 4 horas a la semana: 2 días de 6 a 7 pm. y uno de 7:50 a 9:20 pm. El primer día de clases elegí usar un pantalón café de vestir y una camisa blanca con zapatos y calcetines que combinaban, llegué a la universidad desde las 5:40 para entrar al salón a las 5:55, había escaleras que subir. En el salón solamente había un hombre y una mujer, ambos vestido con el uniforme del turno de noche que usan los policías municipales, él, se notaba pasaba de los 40 años y no por su físico, sino por su mirada, de esas que son tan profundas que pareciera pueden leer entre cada una de tus miradas y palabras, al responder mi “buena tarde” su tono de voz me pareció seco, serio y respetuoso, mientras que ella era lo opuesto, ella, una mujer diminuta de esas a las que no se les puede calcular la edad, sus ojos me miraban con curiosidad y su voz me pareció transparente, amable y hasta agradable, a lo largo de la hora que duró la clase fueron arribando los alumnos, los recuerdo así: 2 mujeres, una sería y otra amable, ambas de actitud solidaría -cómo no serlo con una maestra que además de ser mujer se notaba que le costaba estar en un espacio que pareciera era de hombres-, un piloto alto con preguntas tan buenas como sus respuestas, un compañerito que se veía de mayor de edad a todos pero también era evidente que era respetado por todos, 3 policías serios que pareciera estaban esperando les dijera algo que no sabían algo digno de un Dalai Lama, un policía que me parecía encantador porque siempre reía –después siempre me hacía reír-, un señor policía con vocación de enseñanza, un simpático policía que siempre compartía fotos de sus hijos, los últimos en llegar fueron 2 que siempre andaban juntos, que se decían pareja y literalmente lo eran, trabajaban juntos; uno de ellos más inteligente de lo que aparenta al momento de expresarse oralmente -al menos eso indicaban sus análisis del texto de los anormales de Foucault-, el otro, el Jefe Aguilar, de actitud más de alumno que de maestro, con gracia hasta para copiar en un examen, con mucho talento, carisma y sinceridad al momento de expresarse.
Antes de darle clases a ellos siempre había pensado en la corrupción de los servidores públicos, el acoso y la violencia simbólica que ejercen, el abuso y lo mucho que corrompe el poder, sin embargo a lo largo del curso vi que este grupo era distinto a los demás alumnos que tenía, ellos tenían disciplina, llegaban temprano, entregaban tareas, hacían las lecturas, participaban activamente en la clase, siempre eran amables con todos los maestros –pero me gusta creer que conmigo más-, eran solidarios y eran unidos, compartían aspectos de su vida personal y laboral, al final del curso esos alumnos ya se habían convertido en “mis polis”, a los que realmente estimaba –y estimo-, de los que había aprendido a ser una maestra, los que me mostraban un respeto como si yo tuviera más estrellas que ellos en la solapa de mi camisa –de esas que marcan un grado-, vi lo que es la discreción y solidaridad en un grupo, el ser servicial, de ellos también sentía como si me agradecieran darles clase y realmente les gustara mi clase, también vi que no todos los servidores públicos son personas con todos los calificativos negativos que se me pudieran ocurrir en un mal día.
Hoy mientras compraba mi café leí que asesinaron a uno de mis alumnos: Alonso Aguilar, a él en el periódico lo suman entre las cifras de “agentes caídos este año”, para mi él no es una cifra, no puedo y no quiero recordarlo como un número, no quiero saber si para unos por ser policía ya tiene ganado el grado de corrupto y “malo”. Yo quiero recordarlo a él con su grupo, como un buen policía, como un buen alumno, como un hombre con una familia, como un hombre respetuoso, amable, agradable, inteligente y carismático. Tan es así que a una persona que me dijo “de seguro andaba en algo malo” le respondí encolerizada, si alguien hace algo fuera de las normas socialmente establecidas no es causa para que los ciudadanos lo juzguemos y hagamos justicia, no es válido hacernos justicia entre los unos a los otros, yo creo nuestra obligación y verdadera causa ciudadana radica en reclamar que se haga cumplir la Ley y la Justicia a quien sea, aunque sea una persona en una posición política, hombres o mujeres, ricos o pobres, morenos o blancos, indígenas o mestizos creyentes o no creyentes.
Ya no quiero ver en los periódicos las cifras de homicidios en aumento, quiero leer que el gobierno hace algo para frenar esta violencia, que hace algo a favor de las familias de los consumidos en este deforme fenómeno que nuestros gobernantes han llamado GUERRA, quiero leer que esos mismos gobernantes escucha la voz de los ciudadanos, quiero leer de una propuesta para esta situación que está haciendo tengamos miedo de vivir en nuestro país, de salir de nuestra casa, de hablar y de escuchar, pero sobre todo quiero saber y ser parte de algo, algo donde todas y todos entendamos y sobre todo no dejemos que las injusticias y esta perversa violencia nos destruya como sociedad, quiero saber que no cederemos a repetir patrones de violencia, abuso de poder, rencor, odio a la humanidad y hasta a nosotros mismos, después de todo es en nosotros donde debe de empezar el cambio, ese cambio gradual que debiera reformular el pensamiento de nuestros gobernantes, de nuestros vecinos y amigos, de nuestra sociedad, quiero ser parte de algo donde busquemos no tener una sociedad utópica pero sí una en la que podamos vivir y convivir sin temor y en armonía con nuestro medio, con los otros, eso sí sería algo realmente transgresor y revolucionario.
Texto por Linda Flores