puta. (De or. inc.).
1.
f. prostituta.
prostituto, ta. (Del
lat. prostitūtus).
1.
m. y f. Persona que mantiene relaciones sexuales
a cambio de dinero.
Real Academia Española
Mientras en
todos los medios de comunicación se multiplican los artículos y textos sobre el
uso de la palabra “puto”, algunos medios locales circularon una nota[1]
sobre la violación que sufrió una mujer
de 18 años. Según los medios, el contexto del asalto sexual fue así: una joven tenía
relaciones sexuales en un auto con dos hombres, cuando dos policías municipales
se acercaron y, después de amedrentarlos,
permitieron a los dos hombres irse a cambio de que ellos llevarían a la
chica a su casa. Los hombres que la acompañaban, sin empacho alguno, la dejaron
con los policías y en el camino éstos la agredieron sexualmente.
En el 2011, la
artista y activista Minerva Valenzuela hizo un llamado para que en Latinoamérica,
y sobre todo en las ciudades de México, nos sumáramos a la “Marcha de las
putas”, marcha que se organizó después de que en Canadá el jefe de la policía afirmara
que las mujeres que habían vivido abusos sexuales eran responsables o culpables
de su situación, por haber estado ebrias o por vestirse de forma provocativa. En
sí, afirmó que ellas se habían buscado la violencia a la que habían sido
sometidas, dejando entender que de
ninguna forma los hombres son responsables de sus actos.
Cuando en
Chihuahua nos sumamos a la convocatoria, en las redes sociales había comentarios que
decían cosas como “ustedes no se respetan, usan la palabra puta, ¿así cómo
esperan que las consideren?…”
Si algo me
quedaba claro de la marcha era la forma en la que se había resignificado el
término; una palabra que históricamente se utilizaba para devaluar y denostar a
las mujeres, bajo la consigna de que
nada justifica el abuso sexual, era reapropiada por las mujeres que salían a la
calle bajo un posicionamiento [2]
claro: “Aunque use medias de red y tacones de aguja: si digo no, significa no”,
“Aunque la apertura de mi falda suba
hasta mi muslo: si digo no, significa no”, “Aunque en cualquier momento decida
no consumar el acto sexual: si digo no, significa no”, “Aunque me ponga una
borrachera marca diablo: si digo no, significa no”, “Aunque baile de forma sensual:
si digo no, significa no”, “Aunque el escote de mi vestido sea tentador: si
digo no, significa no”.
Tiempo después
de la marcha supe de un caso de sexting
en Chihuahua. En ese momento me pareció algo no común que se circularan
imágenes y video de una mujer desnuda en la intimidad para denostarla; sin embargo, al final
de la administración de Felipe Calderón, cuando la violencia en sus múltiples
formas se había reproducido, hubo múltiples casos
de sexting por todo el país. Las afectadas fueron mujeres de diferentes edades y
pertenecientes a todas las clases sociales. Entonces entendí otras cosas que explícitamente no decían las
mujeres que convocaron a la marcha de las putas, y que nunca nadie me había
explicado en su relación con el tejido social dañado en México.
Cuando leo los
casos que documento, o cuando recojo las historias de vida de las
sobrevivientes de abusos sexuales, tomo por hilo conductor la división cultural
entre las “buenas” y las “malas” mujeres para comprender el contexto. Ese mismo
hilo me ha permitido entender por qué algunas sobrevivientes de trata no
regresan a sus casas, o por qué una constante en los relatos de las víctimas es
su sentimiento de culpa. Tengo claro que es resultado del aprendizaje cultural,
y que culturalmente México sigue siendo un país de y para machos. Aunque una ex
feminista como Marta Lamas diga que “los machos son muy tiernos… Pues son
galantes y se emocionan y se emborrachan y hacen serenatas. El machismo tiene
su parte fea, impositiva, autoritaria, incluso violenta, pero tiene su parte
galante”,[3]
quien legisla para mejorar las condiciones de vida de las mujeres sigue
esgrimiendo posturas de machos -y machas. Les importa más lo que deciden las
mujeres sobre sus cuerpos –parir o no parir-, en lugar de interesarse en que el
cuerpo de las mujeres no sea violentado simbólicamente (causándole trastornos
como anorexia, bulimia, o no haciendo nada para frenar el sexting, y el
bullying), y físicamente (ayudando a erradicar agresiones sexuales y feminicidios).
En Chihuahua pienso
en la diputada Maru Campos y en otro personaje panista que deambula en una
comisión de derechos humanos del país. La diputada panista, en lugar de hacer
propuestas que realmente nos beneficien a la comunidad, quita el grado de
familia a quienes no sean heterosexuales o no tengan hijos en una familia
nuclear. Tengo claro que desconoce los
tipos de familia que existen desde una visión antropológica y de derechos
humanos, pero en sus declaraciones borra a las madres solas y sus hijos. Todo
lo argumenta arremetiendo contra el matrimonio igualitario, pero para quienes
hacemos análisis de los discursos, su postura moralina y poco teórica plantea
que las mujeres con hijos y sin marido entran
en la categoría de malas, por ello no
tienen derecho a que el núcleo de convivencia que conforman con sus hijos sea
considerado una familia. El otro personaje, una persona en una comisión de
derechos humanos, afirmó al hablar de
una mujer presa que fue a visitarla de mal humor porque estaba acusada de traficar
droga, pero que cuando la vio supo que era inocente porque no tenía tatuajes,
“era una chava de familia”. Los parámetros
morales de quien está en un organismo oficial para defender los derechos
humanos son alarmantes; en este caso, se terminan cuando alguien tiene tatuajes
o no entra en sus criterios de persona “de familia.”
Pareciera que ni
los policías que violaron a la joven, ni la diputada, ni la defensora oficial de
derechos humanos que mide la inocencia de las personas por la cantidad de
tatuajes que tienen, conocen los apartados de la Sentencia que dictó la Corte
Interamericana de Derechos Humanos al Estado Mexicano donde "...la
creación y uso de estereotipos se convierte en una de las causas y
consecuencias de la violencia de género contra la mujer.[4]" Y menos comprenden que cuando la vida privada
de las mujeres es violentada, y cuando son violentadas en el contexto público,
hay también un daño al colectivo. El mensaje de la impunidad es claro: la
violencia contra la mujer está permitida, no es sancionable, y cuando se llega a castigar
se hace desde una visión de Estado paternalista que no se ocupa de educar y
cambiar mentalidades.
Por ello, no es
suficiente que los policías que
agredieron a la joven sean detenidos y sancionados, puesto que sus actos son
reflejo de una sociedad acostumbrada a discriminar y violentar esgrimiendo una
“moral” violenta. La reproducción ad infinitum de estereotipos y conductas que dicen que las mujeres,
las malas, no valen nada y merecen
que se haga con ellas lo que sus agresores y el colectivo decidan sobre ellas, debe
frenarse. Es hora que quienes legislan dejen de ocuparse en impedir la
maternidad voluntaria y trabajen para que nadie crea que puede golpear, violar
o asesinar a una mujer, una niña o un niño.
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